Escribí durante mucho tiempo sobre la mesa de la cocina. No era una mesa limpia, a menudo había migas, restos de verduras recién cortadas o manchas de vino tinto que dibujaban mapas de países lejanos y hacían peligrar mis papeles y mi ordenador.
A veces mamá estaba cocinando, y el vapor que salía a borbotones de la cazuela donde se hacían las lentejas se mezclaba con mis adverbios y mis metáforas. Otras veces sacaba del fondo del armario, como el que saca un secreto, una botella de vino y bebíamos hasta que mamá olvidaba si había echado sal al guiso y yo perdía el hilo de la ficción, y la trama me quedaba más espesa, o me pillaba justo en medio de un diálogo y mis personajes comenzaban a balbucear, o a hablar de su infancia, o de aquella mujer a la que nunca hablaron y siempre quisieron.
Escribí durante mucho tiempo sobre la mesa de la cocina, hasta que un día me hice mayor, y cambié de lugar, y mis relatos cambiaron de sabor y, cuando quise volver, ni mamá ni las palabras estaban allí.
Alberto Palacios Santos, de Salamanca