Cuando la guerra secuestró a papá, mami acababa de servir su plato de lentejas en la mesa. Él solía guiñarme un ojo antes de dar el primer bocado. Esa vez no pudo. Dos uniformes militares se lo llevaron a rastras mientras les gritaba con valentía: “No quiero ir. Somos todos hermanos”.
Durante dos meses mamá siguió sirviendo tres platos de lentejas en la mesa. Nos sentábamos a comer en silencio. A veces, si había suerte, leíamos juntas las cartas que llegaban desde el frente. A los sesenta días, dejaron de llegar mensajes y todo fue silencio y tristeza. Sin más compañía que el humillo de las lentejas de papá extinguiéndose poco a poco.
Un año después, una sombra raquítica y barbuda se sentó en nuestra mesa. Parecía hecho de tierra, dejando caer polvo a cada paso que daba. El rostro, serio, avejentado. La mirada extraviada.
-María, saluda a tu padre.
¿Mi padre? ¿Realmente era él? No se le parecía en nada. Y sin embargo, cuando mamá repitió la bendita rutina de servir tres platos, el alma me volvió al cuerpo. Aquella momia apagada e irreconocible, levantó la cuchara repleta de lentejas, me miró con ternura y me guiñó un ojo.
Felipe Tenenbaum, de Híjar (Teruel)