Cada tarde desparramo tres kilos de lentejas en la mesa, delante de mi madre, dejándolas escurrir entre mis dedos como si fueran agua. Ante ese suave repiqueteo, de forma mágica, ella se transforma: sus ojos vuelven del sitio en el que se esconden; su boca se endereza y los tendones de sus dedos sarmentosos se relajan, listos para la tarea.
Rebuscamos entre las lentejas, con calma, buscando las más feas, las negras, las melladas, como hicimos mil veces cuando yo era pequeña. Durante ese rato le hablo de todo, del trabajo, de los niños…ella me sigue, me entiende, asiente o niega con la cabeza, pero no interrumpe su búsqueda. Cuando encuentra una lenteja mala la arrastra triunfalmente sobre la mesa hacia mí, con la yema del dedo. Entonces me mira a los ojos y dice dulcemente: “¿Lo ves, hija? Siempre hay alguna. Pon más atención”.
Al terminarse el montón ella vuelve a irse allí, donde sea que se vaya. Las enfermeras se la llevan, mientras yo recojo con mimo exquisito las lentejas feas – para mí las más preciadas –, las mezclo con las buenas y las guardo para el día siguiente.
Manuel Pablo Pindado Puerta, de Leganés (Madrid)