Mamá nos pagaba los recados con lentejas secas para enseñarnos el valor de la vida. Diez granos si hacíamos la cama, veinte por lavar los platos o treinta por comprar el pan (siempre que llegara a la mesa sin mordiscos). Luego podíamos canjearlo por tardes de cine o postres de chocolate.
Una madrugada, pillé a mi hermano Agustín con la mano dentro de la tinaja de barro donde mamá guardaba el botín: auténticas lentejas castellanas que papá traía de lejos. «Más vale que calles esa bocaza, enana», dijo. Éramos hermanos por obligación. De padres distintos. Él había sacado la astucia del primero y yo la guapura del segundo, eso decían. Un día, Agustín consiguió que le compraran unas aletas de buzo por juntar quinientas lentejas, ¡y eso que las aletas costaban doce mil pesetas! Otro día, a papá se le antojó morirse. De guapo que era, la muerte ni se le notaba. «Dios lo tenga en su gloria», decían. Y yo, tres meses después, con mis ocho años y una talega de lentejas a cuestas, me presenté a los pies del Cristo de la capilla del pueblo y le solté: «¿Te alcanza con esto para que nos lo devuelvas?».
Karola Cosme, de Málaga