—Dile al abuelo que traiga leña, que esta noche va a helar—dice Agripina mientras azuza el fuego de la chimenea.
Caridad no la escucha, absorta como está en el baile de las llamas bajo la olla de lentejas.
La anciana se levanta y le atiza un pescozón en el cogote.
—Venga, zagala, que para luego es tarde.
La chiquilla se envuelve en una manta hecha de remiendos y sale corriendo al patio. Siente el viento helado mordiéndole las pantorrillas. Rodea la casa hasta llegar al corral. Allí lo ve, apoyado sobre el rastrillo hablando con un hombre. Cuando se acerca, ambos callan.
—Dice la abuela que traiga leña, que va a helar.
—Tú debes ser Caridad, ¿verdad? —dice el hombre. Lleva la ropa sucia y sus ojos azules están casi ocultos por una barba oscura.
El abuelo Gregorio le revuelve el pelo y la envía de vuelta a casa.
—Dile a la abuela que enseguida voy.
Al entrar en la casa, Caridad acerca las manos al fuego.
—Abuela, ¿cómo murió mi madre?
—De un mal parto.
—¿Y mi padre?
—Niña, no preguntes.
Caridad suspira y observa el reflejo de sus ojos, salvajemente azules, en el viejo espejo roto.
Rosalía Guerrero Jordán, de Valencia