Ella, después de preparar la fiambrera, se quita el delantal, que huele a cebolla pochada y años de resignación. Él cierra la pluma y relee los últimos versos escritos. Ella se retoca el peinado frente al espejo y se refresca con unas gotitas de agua de colonia. Él, tras ponerse la corbata, cubre sus canas con una elegante gorra de fieltro. A la hora convenida, se encuentran en el descansillo de la escalera. Allí, mientras se sonríen con la mirada, se produce el intercambio: lentejas estofadas por un torpe poema de amor lanzado al aire. Después, cada uno regresa a la soledad de su piso, agradeciendo que el trozo de tela que esconde su rostro haya disimulado el rubor de sus mejillas. Ella, viuda desde hace treinta años, vuelve a sentir en su estómago el cosquilleo de la ilusión. Él, tras décadas de fracasos literarios, se siente, por un momento, el mejor poeta del mundo, aupado por sus versos a los altares de la inmortalidad. Ella retoma sus labores mientras sueña con una prometedora primavera. Él, sin poder probar bocado, vuelve a meterse en la cama, agotado por la fiebre y un nuevo acceso de tos.
Alberto Rodríguez Guerrero, de Santoña (Cantabria)