—Dime algo bonito —le pidió ella, sabiendo que esa era una demanda arriesgada. Llevaban tiempo mal y sus conflictos no parecían tener solución. Aunque no quisiera aceptarlo, era la despedida.
—Sigue tu camino —respondió él con tristeza, pero consciente de que era lo más bonito que le podía regalar en ese momento.
Ella se giró lentamente y se marchó. Los lunares de su espalda se alejaban. Y recordó la primera noche, esa en la que todo brilla, como por arte de magia.
—Los lunares de tu espalda parecen estrellas, forman la vía láctea —susurró él con admiración.
—No son estrellas, son las lentejas del cocido más rico que hayas probado jamás —rio ella, a plena carcajada.
Desde aquel día ese fue su plato favorito. Lo comieron en celebraciones, en verano y en invierno, en bodas y en entierros. El cocido se come muy calentito. Cuando se queda frío, no vale nada, pierde la gracia. Eso les había pasado a ellos.
Encontrarían otros menús, otros ingredientes y otros platos, más modernos, más livianos y más refinados, pero nunca olvidarían el calor que da un buen cocido de lunares. Ese olor y ese sabor permanecerían en su piel, para siempre.
Sara Martínez Huertas, de Barcelona