Cuando acabó la guerra, la hija del soldado muerto pasó a vivir con sus abuelos. Fue una mudanza difícil. El apetito de la niña, mellada de dientes y linaje, se esfumó por completo. Es cierto: tampoco podían permitirse demasiados manjares. Engañaban al paladar con puré de algarrobas, papilla de harina y peladuras de naranja, algunas verduras, legumbres y cebollas. Frente al plato, rezaban por los caídos en combate.
Una mañana, en la cocina, la niña se quedó absorta mirando las lentejas sobre el paño de la encimera. «Yaya», dijo como hechizada, «¿puedes prepararme todos los días lentejas?», y cogió de entre ellas una que era negra como el tizón, inmensa, redondísima y brillante como el Sol. «Quiero otra igual».
Así que, durante cuatro meses, comieron lentejas a diario. Los domingos añadían chorizo.
Por fin, agotándose abril, encontraron otra lenteja negra, inmensa, redondísima y brillante como el Sol. Exultante, la niña fue saltando a su habitación, cogió la muñeca de trapo que su padre antes de la contienda dejó por hacer y, resuelta, le colocó las dos lentejas negras en la cara. Riendo por primera vez en mucho tiempo, gritó al cielo: «¡ahora ya tiene ojos, papá!, ¡ahora ya podrá ver!».
Iván Moratilla Pérez, de Arganda del Rey (Madrid)