Mi padre olía siempre a cabra y albardín con acento de enero y servidumbre. Cada tarde traía un manojo de esparto que ponía en remojo “para domesticar su alma salvaje y darle la nobleza de la soga” -me decía-. Después, lo iba trenzando igual que quien coincide con Dios en los detalles.
Mi madre cocinaba patatas con boleros, lentejas resumidas por la melancolía que hervían a fuego medio. Entonaba canciones de Gardel sin mirar a los ojos a mi padre ni a las cabras. Las cantaba en voz baja y alguna vez lloró, completamente inédita.
No sé qué impulso hace que la vida, de pronto, dé un giro inesperado.
De aquel día recuerdo el aroma amarillo del esparto, a las cabras felices, que el guiso de lentejas empezaba a oler a quemado y que papá, antes de alejarse y rodear su cuello con la hermosa cuerda que urdió, no dijo nada.
Afortunadamente, el guiso se salvó.
De mi padre he heredado las cabras y su pasión por el esparto.
Mi madre continúa cantándole a Gardel. A veces me sonríe.
Katy Parra Carrillo, de Totana (Murcia)