Preparando el almuerzo, recordaba aquellos paseos infantiles con la abuela Gertrudis, recogiendo semillas, hierbas y raíces de todo tipo. En nuestro árbol genealógico existía una larga lista de mujeres vinculadas al curanderismo o la magia negra y, de puertas para adentro, las pócimas de amor, los remedios para el mal de ojo y cualquier otro tipo de hechizo no tenían secretos para las féminas de la familia. Yo, sin embargo, hasta aquel día había mantenido mis conocimientos en la discreción más absoluta.
Elia me observaba atenta, mientras cocinaba mis lentejas con chorizo, el plato preferido de Adolfo y, picando ajos y rallando cebollas, nos dedicábamos miradas de abnegada complicidad.
Algo de sal, una pizca de pimentón y… el ingrediente final, decía en voz alta repasando el viejo libro de recetas familiar.
—Huele a lentejas —dijo entusiasmado Adolfo al entrar.
Le serví un generoso plato de legumbres y me aseguré, con ello, de que no volvería a abusar ni de mi hija ni de ninguna otra niña.
Hay herencias que valen oro, pensé observándole devorar el plato.
Nosotras, aquel día, almorzamos los filetes adobados de la noche anterior.
Autora: Raquel Arriero Ventura, de Moraleja (Cáceres)