– ¡Papá, no se puede jugar con él! ¡Siempre pegando! ¡Siempre insultando a todos!
¡Siempre es la misma canción!
– ¡Hugo! -le interrumpí- ¿puedes lavarte las manos y ayudarme con las lentejas?
De camino al baño le oía mascullar sobre su enorme enfado; mientras, yo extendía tranquilamente las lentejas sobre la mesa.
A la vez que se iba desahogando, contándome los pormenores del tal Manuel, fuimos apartando lentamente las lentejas negras y feas, quedándonos las mejores, para posteriormente prepararlas con la receta que mi madre me había enseñado años atrás.
Así, con el inigualable olor a las lentejas recién cocinadas, lo llamé a comer. Su cabreo había dado paso a un estado mucho más sereno y pausado. Se sentó, tomó su cuchara y la llevó a su boca.
– ¡Qué buenas están hoy las lentejas!
Sosegadamente dejé mi cuchara, le miré a los ojos y esbozando una sonrisa le dije:
– Hijo, la vida es como las lentejas, siempre nos encontraremos algunas negras y feas. Por mucho que nos esforcemos siempre estarán ahí. Lo único que podemos hacer es apartarlas para que no nos estropeen el guiso.
Y, simplemente, asintió.
Autor: Roberto Santos Fernández, de Palencia