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Cuando mi abuela desarrolló alzhéimer, ideé un plan peculiar. En lugar de álbumes de fotos que ya no reconocía, creé un jardín de recuerdos comestibles.
Cada semana, plantaba sus historias favoritas: lentejas para su vida amorosa, frambuesas rojas como su pasión adolescente, tomates cherry por cada nieto, albahaca verde como sus recuerdos de Italia. Añadí perejil para sus días de escuela y menta para sus veranos en la playa. Al cosechar, preparaba sopas, guisos y ensaladas llenas de memoria.
Durante las comidas, mi abuela sonreía sin saber por qué. A veces, saboreando un buen potaje de lentejas, murmuraba el nombre de su primer amor. Otras, al probar una ensalada de tomate y albahaca, tarareaba canciones italianas que creíamos olvidadas. Sus ojos, nublados por la enfermedad, brillaban con un destello inexplicable al probar cada plato.
El jardín floreció, extendiéndose más allá de nuestro patio. Vecinos curiosos pedían probar «recuerdos prestados». Pronto tenía lista de espera para mis peculiares comidas.
Cuando mi abuela partió, doné la cosecha al asilo local. Ahora cultivo historias de desconocidos: calabazas para amores perdidos, espinacas para aventuras de juventud… Y yo, que nunca fui jardinero, me he vuelto experto en botánica emocional.
Autor: Francisco Javier Silva Sánchez, de Almendralejo (Badajoz)